El evangelio de Mateo presenta el Sermón de la Montaña como el cumplimiento de la Torah: como Moisés subió al monte Sinaí para recibir la Torah, así Jesús sube 'al monte' para entregar al pueblo la nueva Torah.
- «Habéis oído que se dijo a los antepasados: “no matarás”, y aquel que mate será reo ante el tribunal Pues yo os digo: todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal..»
- «Habéis oído que se dijo: “ no cometerás adulterio”. Pues yo os digo: todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón...»
- «También se dijo: el que repudie a su mujer, que le dé acta de divorcio." Pues yo os digo: todo el que repudia a su mujer... la hace ser adúltera; y el que se case con una repudiada, comete adulterio.»
- «Habéis oído también que se dijo a los antepasados: “no perjurarás...” Pues yo os digo: que no juréis en modo alguno...»
- «Habéis oído que se dijo: “ojo por ojo y diente por diente”. Pues yo os digo: no os resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra...»
- «Habéis oído que se dijo: “amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo” Pues yo os digo: amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos...»
Ningún texto suena así radicalmente nuevo a dos mil años de distancia. Contrariamente a la más difundida opinión el centro del sermón no son las bienaventuranzas, sino justamente el enunciado de este nuevo decálogo en seis artículos, que Jesús proclama atribuyéndose la autoridad misma de Dios y que contrapone explícitamente al antiguo (“habéis oído que se dijo... pues yo os digo”). El sermón pasa por delante del decálogo. La nueva Torah culmina en la invitación a amar a los enemigos que es el corazón de todas las enseñanzas de Jesús. Juan Pablo II, hablando en 1987, dijo:
John Paul II, in 1987, said:
«He aquí el perfeccionamiento definitivo, en el cual hayan el centro dinámico todos los demás: "Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo so digo: amad a vuestros enemigos..." A la interpretación vulgar de la antigua Ley que identificaba al prójimo con el israelita, mejor dicho, con el israelita piadoso, Jesús opone la interpretación auténtica del mandamiento de Dios y le añade la dimensión religiosa de la referencia al Padre celestial clemente y misericordioso, que beneficia a todos y es, por tanto, el ejemplar supremo del amor universal. Concluye, en efecto, Jesús: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,48). Él pide a sus seguidores la perfección del amor. La nueva ley que él trae tiene su síntesis en el amor. Este amor hará superar al hombre en sus relaciones con los demás la clásica contraposición amigo-enemigo, y tenderá desde el interior de los corazones a traducirse en correspondientes formas de solidaridad social y política, también institucionalizada. Será pues muy amplia, en la historia, la irradiación del 'mandamiento nuevo' de Jesús.» [1]
Todas las culturas se basan en esta contraposición amigo-enemigo. El diverso por raza, por comportamiento, por lengua, por clan, por tribu, por nación, que hoy puede ser el judío, mañana el kulakho o el homosexual o el gitano, es siempre visto como un enemigo que hay que controlar o matar. La historia y la cultura occidentales están marcadas profundamente por este evangelio: detrás de toda iniciativa a favor de los oprimidos, de los excluidos, de las minorías, detrás de toda postura adoptada en contra de las torturas, de la segregación racial, de la esclavitud, se encuentra siempre esta palabra: amad a vuestros enemigos.
Nietzsche, profeta del actual nihilismo posmoderno subrayó con gran claridad que a la raíz de cualquier idea de compasión y de piedad hacia los más débiles y los diversos se encuentran las palabras del Evangelio. Estas son la base escondida de toda idea de convivencia, de tolerancia universal, ideas que de otra manera no serían ni siquiera pensables en culturas no fermentadas por el sermón de la montaña. Borrémoslo, y el hombre volverá a la barbarie dionisíaca del sacrificio humano: precisamente el siglo XX, que ha visto el intento máximo en occidente de borrar el cristianismo, ha observado las más grandes atrocidades, donde solamente hay sitio para el más fuerte, para aquellos de mi nación, de mi raza o de mi partido.
Jesús presenta aquí una nueva manera de vivir y solventar los conflictos: no más la venganza, la querella, sino la misericordia en lugar del juicio. El Papa, hablando en Irlanda en 1983, examinaba el conflicto anglo-irlandés en esta perspectiva:
«Yo os pido que reflexionéis profundamente: ¿qué sería la vida humana si Jesús no hubiese jamás pronunciado estas palabras (amad a vuestros enemigos...)? ¿Qué sería el mundo si en nuestras relaciones mutuas diéramos la primacía al odio entre los individuos, entre las clases, entre las naciones? ¿Cuál sería el futuro de la humanidad si tuviéramos que basar sobre este odio el futuro de los individuos y de la nación? Tal vez se podría tener la impresión que, delante de las experiencias de la historia y de las situaciones concretas, el amor ha perdido su fuerza y es imposible practicarlo. Sin embargo, a la larga, el amor conlleva siempre la victoria, el amor jamás sucumbe. Si así no fuera, la humanidad sería abocada a la destrucción.. » [2]
Sin esta raíz la sociedad humana corre el riesgo constante de disolverse en la violencia recíproca –de una manera aún más clara hoy en el tiempo de la guerra nuclear- y la única manera para salvarla es la posibilidad abierta por Jesús de amar al enemigo. Hablando en 1979 en el cementerio polaco de Monte Cassino, Juan Pablo II afirma que la experiencia de las dos guerras mundiales ha enseñado algo muy profundo al hombre:
«El Evangelio de hoy contrapone dos programas. Uno basado en el principio del odio, de la venganza y de la lucha. Otro en la ley del amor. Cristo dice: "amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan" (Mt 5,44)... Sin embargo, después de tan terribles experiencias como la última guerra, llegamos a ser aún más conscientes que sobre el principio que dice: "ojo por ojo y diente por diente" (Mt 5,38) y sobre el principio del odio, de la venganza, de la lucha, no se puede construir la paz y la reconciliación entre los hombres y entre las Naciones.» [3]
En cada generación el Siervo de Yahveh, el Cordero manso que se deja matar sin responder al mal con el mal y a la violencia con la violencia, salva a la humanidad y bloquea la ola del mal que de otra forma tiende a crecer cada vez más hasta aplastar a los más débiles.
Según Juan Pablo II esta visión, que algunos consideran utópica e irreal, es sin embargo la única opción realista. Utópica es al contrario precisamente la pretensión de solucionar los conflictos sobre la base de una mera justicia humana. No se trata de un ciego y pasivo pacifismo, de un programa utópico. La Iglesia cae en el utopismo justamente cuando intenta zanjar los conflictos sociales o políticos con doctrinas humanas:
«Sería mera utopía prescindir del Evangelio, para quien quisiese sanar desde la raíz estas y otras cuestiones que tocan directamente el corazón del hombre. Sólo en el ideal evangélico de la caridad heroica, que Cristo se osó proponer a sus secuaces, reside el secreto de la victoria sobre estas pasiones, que envenenan los espíritus: "Pues yo os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian..."» [4]
Prescindir del evangelio sí que es utopía porque significa ignorar que el mal nace en el corazón de cada hombre. El problema del hombre es que, por miedo a la muerte, está condenado a vivir para sí mismo. El pecado, habitando en él, le obliga a ofrecerse a sí mismo todas las cosas: la sexualidad, el dinero, la familia, la cultura, los amigos, etc. Su Yo es el centro del universo. Todos tenemos un problema: no podemos darnos, entregarnos; nos cuesta mucho sacrificarnos, sufrir. Por esto el hombre está condenado a ofrecer todo a sí mismo: es un egoísta.
Con Jesús aparece una nueva humanidad. Cristo ha vencido a la muerte y ha resucitado
«Y murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos”(2 Cor 5,15)» [5]
San Pablo dirá: “Porque el amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron” (2 Cor 5,14). Lo que significa que todos murieron? Que Cristo ha dado la vida a fin de que todos los hombres puedan ser liberados de la muerte, del poder que la muerte tiene sobre ellos.
Cristo ha venido a librarnos de esta condición existencial, haciendo de nosotros nuevas criaturas, nacidas de lo alto, de manera que en Él podamos amar al enemigo, podamos perdonar, podamos donar nuestra vida, podamos abrirnos a la vida, podamos entrar en el sufrimiento. El hombre, a través de Cristo, está puesto delante de dos posibilidades: el don completo de sí a sus propios hermanos o la total cerrazón en nuestro egoísmo.
«Cristo conoce bien las dificultades que prueban los hombres para reconciliarse entre ellos. Con el sacrificio redentor ha obtenido para todos la fuerza necesaria para superarlas... La Cruz ha hecho caer todas las barreras que cierran los unos a los otros los corazones de los hombres. En el mundo se advierte una necesidad inmensa de reconciliación. Las luchas embisten tal vez todos los campos de la vida individual, familiar, social, nacional e internacional. Si Cristo no hubiese sufrido para establecer la unidad de la comunidad humana, se podía pensar que tales conflictos sean irremediables...»[6]
Cristo, además, pide al creyente amar hasta al que le es hostil y le hace el mal: «Amad a vuestros enemigos y rezad por vuestros perseguidores» (Mt 5,44). Pero ¿cómo podría el hombre poner en práctica una invitación así de exigente, si Dios mismo no le tocara el corazón? [7] La fe, es decir el encuentro con Cristo resucitado, precede a la caridad y es su causa. Por esta razón el martirio es el acto más significativo del Cristiano. Jesús después de haber dado este catecismo paradigmático, esta magna charta del cristianismo, este diseño del hombre nuevo que nace de lo alto, envía a los apóstoles a todas las naciones.
Sobre este monte, después de 2000 años desde cuando Jesús envió a sus apóstoles a todas las naciones, por primera vez en la historia se reúne Pedro con millares de jóvenes de todo el mundo. Esto quiere decir que el mandato que han recibido los apóstoles se ha cumplido: estos jóvenes son el testimonio de que esta palabra se ha realizado. Pero este evento tiene otro sentido aún más profundo: ver este monte lleno de jóvenes de todo el mundo acompañando a Pedro en el comienzo del nuevo milenio tiene un sentido profético para las generaciones futuras.
«Se trata, en efecto, de mirar ahora al futuro, y esto pertenece a vosotros, a los jóvenes. Es necesario que toméis los grandes caminos de la historia no sólo aquí, en Europa, sino en todos los continentes; y que por doquier os convirtáis en testigos de las bienaventuranzas de Cristo: 'Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios'(Mt.5,9)» [8]
Hoy estamos viviendo en una época que quisiera borrar todas estas palabras. Por eso el Papa ha dicho:
«El futuro de todos los pueblos y Naciones, el futuro de la misma humanidad depende de esto: si las palabras de Jesús en el sermón de la Montaña, si el mensaje del Evangelio será escuchado todavía.»[9]
Referencias
[1] Juan Pablo II, Audiencia General, 14 de Octubre de 1987.
[2] Juan Pablo II, Homilía en Galway, Irlanda, 30 de Septiembre de 1979.
[3] Juan Pablo II, Homilía en el cementerio polaco de Monte Cassino, 17 de Mayo de 1979.
[4] Juan Pablo II, Audiencia a grupos de peregrinos, 3 de Marzo de 1984.
[5] Juan Pablo II, Audiencia General, 18 de Mayo 1983.
[6] Juan Pablo II, Misa en el aeropuerto –Szombathely, Agosto de 1991.
[7] Juan Pablo II, Llegada al Santuario de Jasna Gora –Polonia- 14 de Agosto de 1991.
[8] Juan Pablo II, Homilía en Galway –Irlanda- 30 de Septiembre de 1979.